Bárbara Jurado y Antúnez nació el día 7 de Febrero de 1842 en una de las cámaras de la Giralda, habilitadas como hogar, concretamente en el numero cinco de la torre, a la altura de la rampa número 30, una de las ultimas rampas, muy cerquita del cuerpo de campanas. Siendo hija de Casimiro Jurado, segundo campanero y de María Josefa Antúnez.
Esta familia sabía lo que era pasar frío y calor. Su hogar –una habitación de apenas tres metros cuadrados– estaba situada en la cara este de la que hasta hace poco tiempo era la torre de mayor altura de la ciudad. Allí, con unas privilegiadas vistas, pasaba los veranos e inviernos. Soportando los envites del termómetro. Y, sobre todo, subiendo y bajando a diario 30 de las 35 rampas de las que consta este símbolo de Sevilla.
Su infancia era un recuerdo de volteos de campanas y el arrastre de latas con las que su padre fabricaba cacharros. Con su venta obtenía ayudas que permitían a la familia salir adelante. Le pagaban 110 reales mensuales por el oficio de campanero.
Desde pequeña, Bárbara asistía a misa en la Santa Sede, pero hubo un trágico suceso, el cual le hizo acrecentar su interés por la Religión.
Siendo un 6 de Junio de 1853, con tan sólo 13 años, vio como su hermano de 11, encontrándose tocando la campana de San Fernando, salió volando por la fuerza de la cuerda en el volteo, pasando por entre la cabeza de la campana y el arco, tal y como lo refleja una carta de Bárbara en 1871.
“una de las cosas que me daban más pena era pensar los dolores que sentiría [José] cuando pasó por entre la cabeza de la campana y el arco. Grandes serían cuando quedó allí su sangre, y por las señales que allí se vieron se comprende lo mucho que pasó”.
Todo indica que había sucedido a su padre en este oficio o que imitaba los volteos de su progenitor.
Tras este suceso, hizo todo lo posible por entrar en vida conventual, para lo cuál, se inició en música y piano con el organista de la Catedral, Manuel Sanclemente.
El primer intento de Bárbara fue en vano, pues ella quiso ingresar en el convento de las Capuchinas, pero ellas no usaban la música en el coro, además de no tener la dote pedida, que en esos años ascendía a unos 12.000 reales. Gracias al canónigo José Morodo entró como organista en el convento de Madre Dios, ingresando en Julio de 1859 con 17 años.
Tras seis meses de postulantado tomó el hábito el 15 de Enero de 1860. Después del año de noviciado profesó solemnemente «hasta la muerte» el 3 de Febrero de 1861 como religiosa de coro y velo negro con el oficio de cantora. Pero dos años después, la Revolución de La Gloriosa, expulsó a las dominicas de su convento, siendo llevadas el 13 de Octubre al convento de San Clemente, por haberse iniciado la demolición parcial del cenobio sobre el que se planeó levantar un mercado de abastos que nunca se construyó.
Meses más tarde, Sor Bárbara de Santo Domingo, comenzó a sufrir detalles distintivos que la acompañaron ya hasta su temprana muerte: suspensiones durante la misa, largas horas de rodillas, convulsiones, exagerado uso de las penitencias corporales, ayunos prolongados, éxtasis, arrobos, opresiones del pecho o visiones, lo que le generó una notable y creciente incomprensión por buena parte de sus hermanas de religión.
El ingreso de su padre en el Hospital de la Santa Caridad por la imposibilidad de mantenerse con su oficio de hojalatero y el impago de su sueldo por parte del Cabildo, unido a su rápida muerte, en Junio de 1870, propició que las monjas de San Clemente cedieran una pequeña habitación a la madre en el compás. La salud de Sor Bárbara se fue debilitando a la vez que crecían sus visiones místicas.
Posiblemente en la enfermería compartida del monasterio se contagió de tifus velando a una religiosa cisterciense a principios de noviembre de 1872.
Antes de quedar postrada en esa estancia del convento destruyó en su celda todos los escritos, papeles y cartas que tenía. Tras tres días de agonía murió al amanecer del día 18.
Conocida la noticia, media Sevilla fue a llamar a las puertas de San Clemente, tal y como se cuenta:
“procesiones de gentes de todas las clases acudían sin cesar al monasterio con rosarios, sortijas, pan, flores, y otros mil objetos para que fuesen tocados por el cuerpo de la monja santa (así decían), y era
preciso otra procesión de monjas para llevar y traer los objetos tocados.
Muy pronto empezó a hablarse de curaciones de ciegos, calenturas, llagas, etc. Un sacerdote que tenía un sobrino enfermo va a tocar un gorrito, se lo coloca al niño en la cabeza y el niño sana”.
Finalmente, las dominicas volvieron a su primitivo convento de Madre de Dios el 11 de Enero de 1876, gracias a un Real Decreto, devolviéndoles menos de la tercera parte de este convento.
Tras más de un año de restauraciones, el 16 de Noviembre de 1877 trajeron de vuelta al convento el cuerpo de Sor Bárbara.
Damos las gracias a nuestro colaborador «El Conde Sibarita» por cedernos este video con ilustraciones y la historia para que podamos publicarla. Os recomendamos que visiteis su perfil en isntagram @condesibarita, donde podeis encontrar otros fabulosos trabajos de el.
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